En la preparación (que inició desde temprano tras dos días de hacer acopio de los ingredientes) algunos ayudaron más que otros, pero todos estuvimos presentes alrededor de la mesa por horas mientras se desarrollaba la labor, bebiendo y recordando anécdotas de un pasado donde los abuelos aun eran protagonistas.
Al final, todos comimos tamales entre risas, mientras a un costado de la larga mesa de nuestro comedor, sobre el trinchador, las llamitas de más de diez veladoras hacían sombras sobre la pared, y el aroma dulzón de los cempoalxóchis languideciendo en el jarrón, complementaba el gusto de los bocados de maíz que comíamos haciendo honor a una tradición ancestral.
No sólo flores y veladoras son para los muertos, sino nuestra presencia, pues la más grande celebración del Día de Muertos en la familia es el compartir la vida en momentos como éstos: Los vivos alrededor de una mesa, riendo y comiendo, como si ese momento feliz -¡tan feliz!-pudiera ser eterno.
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