Caminando hoy por el centro de Xallapan, noté en el aire el aroma evocador de la melancólica dicha de la fiesta de los Muertos.
Ya es la época de celebrar este rito anual: es el tiempo de la remembranza.
Ido el verano, el otoño trae con el viento del norte a los Muertos... mis muertos. Pensé en ellos; dormidos en la muerte hace ya varios años, los abuelos viven en mi corazón.
En cada esquina se sentía el aroma picante de las flores de Cempoalxóchitl, y los manchones de amarillo intenso en los brazos de las personas que las llevaban -en atos recién comprados en el mercado- se veía por doquier.
Muertos muertos -largamente muertos-... mis queridos muertos. Flores les he de comprar.
Un ramo de cempoalxóchis, para invocar con su aroma el recuerdo... y una rosa amarilla como ofrenda de mi cariño. Un ramo, unas flores... una veladora -símbolo de la eterna vigilia- y mis pensamientos.
Ahora la casa se ha impregnado del empalagoso olor de los cempoalxóchis. Sólo me falta prender la veladora para completar con ello el olor sacro de un altar... y la bella rosa hoy abierta, sé que en dos días se habrá de marchitar... como se marchita toda vida, como se marchitan los recuerdos cuando los ritos no se realizan.
Muertos, mis muertos... no los he de olvidar. El ritual de cada día de Todos Santos los trae de nuevo a mí: los invita a vivir de nuevo en mi memoria. Ánimas benditas, colmen mis pensamientos con recuerdos, vengan de nuevo... háganme llorar. Y con mis lágrimas sellaré el pacto de no olvidar ¡porque los muertos realmente no mueren, mientras haya vivos que los recuerden!
Ya viene Todos Santos. Ya viene -entre flores amarillas- la fiesta de recordar.
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